Por Olmedo Beluche
Contrario a lo usualmente afirmado por la historia oficial panameña,
la Separación de Panamá de Colombia en 1903, no fue producto de un
movimiento genuinamente popular, ni de
un anhelo liberador de los istmeños frente al “olvido” en que
supuestamente nos tenía Bogotá. El estudio documental de la época más
bien demuestra una integración cultural y política de los panameños en
el conjunto de la nación colombiana, incluso entre los sectores de la
oligarquía comercial conservadora de la ciudad de Panamá, que sería
agente de la conspiración separatista (Beluche, 2003).
Las diversas
crisis políticas producidas a lo largo del siglo XIX, expresadas en lo
que nuestra historia llama genéricamente “actas separatistas” (1826,
1830, 1831, 1840-41, 1860), muchas veces han sido sacadas de su
verdadero contexto para ser presentadas como expresiones de una nación
en ciernes que viene a concretarse en 1903. Pero un repaso cuidadoso de
los hechos que rodearon a cada una de esas coyunturas muestra que, más
que un proceso de conformación nacional diferenciado de Colombia, estos
movimientos expresaron conflictos políticos (liberales vs
conservadores), económicos (librecambismo vs proteccionismo) y
administrativos (federalismo vs centralismo) (Beluche, 1999).
En
Panamá, conocer y aceptar los verdaderos móviles y actores de la
Separación ha sido un parto que nos ha tardado cien años producir, pero
al que están contribuyendo nuevas investigaciones recientemente
aparecidas (Díaz Espino, 2003). Aunque hubo pioneros que desde hace
décadas se atrevieron a señalar los hechos en toda su crudeza (Terán,
1976), sus trabajos fueron sistemáticamente ocultados y denigrados.
También hubo historiadores extranjeros que abordaron objetivamente el
acontecimiento, pero estos libros quedaron como material de
especialistas y lejos del alcance del gran público (Lemaitre, 1971)
(Duval, 1973).
Los actores principales de este drama son: el
expansionismo imperialista de Estados Unidos, expresado en su
carismático presidente Teodoro Roosevelt; la quebrada Compañía Nueva del
Canal, de capitales franceses, representada por Philippe Bunau Varilla;
en el centro de los hechos, el prominente abogado neoyorkino William N.
Cromwell, verdadero cerebro de la separación, y representante legal
tanto de la Compañía Nueva del Canal como de la Compañía de Ferrocarril
de Panamá; los agentes norteamericanos y panameños de la Compañía del
Ferrocarril, como José A. Arango y Manuel Amador Guerrero; y, por
supuesto, el venal e inepto gobierno colombiano del Vicepresidente
Marroquín.
A fines del siglo XIX, Estados Unidos iniciaba su
proceso de expansión en el Caribe, desplazando de allí a sus otrora
rivales, España e Inglaterra. A la primera le arrebató Cuba y Puerto
Rico con la guerra de 1898; con la segunda firmó el Tratado
Hay-Pauncefote en 1901, por el cual se reconocía la preeminencia
norteamericana en la posible construcción de un canal por el istmo
centroamericano. El canal era una necesidad lógica del desarrollo
capitalista norteamericano, ya que era la única forma de integrar y
comunicar sus costas atlántica y pacífica.
En principio, la ruta
privilegiada por Washington para construir este canal no era Panamá,
sino Nicaragua, siguiendo el cauce del río San Juan hasta sus grandes
lagos. Aquella parecía más factible y menos costosa, en especial si ya
estaba el precedente del fracaso francés en la construcción del Canal
por Panamá.
Mediante el Convenio Salgar-Wyse (1878) una empresa
francesa, encabezada por el ingeniero Fernando de Lesseps, había
iniciado la excavación del canal en 1880. Esta primera empresa
fracasaría ante las enormes dificultades tecnológicas hacia 1888, dando
paso a un nuevo intento con la Compañía Nueva en los años 90 del siglo
XIX, que también fracasaría.
De manera que, para fines de 1901, la
Comisión Walker del Congreso norteamericano, luego de estudiar ambas
alternativas, se había pronunciado por la vía de Nicaragua, y el 18 de
noviembre se firmó un tratado con ese país. ¿Qué motivó que dos años
después Estados Unidos cambiara completamente de opinión?
La
historia simplista narra que, en posteriores debates del Congreso, tanto
Bunau Varilla como Cromwell mostraron estampillas de correo
nicaraguenses en las que se aprecian los volcanes de este país, y que
los senadores norteamericanos, impresionados por la explosión del volcán
Mount Pelée, que había borrado del mapa la isla de Saint-Pierre, y por
una falsa noticia de la erupción del Momotombo, entonces se decidieron
por Panamá.
Pero, ¿qué motivó al abogado Cromwell y al ingeniero
francés Bunau Varilla a intervenir tan activamente para convencer a los
senadores de adoptar la ruta panameña? Lo que no se cuenta es que, ya
para 1896, la Compañía Nueva del Canal, a través su presidente Maurice
Hautin, dada la incapacidad para terminar el Canal de Panamá, y ante la
posibilidad de perder 250 millones de dólares en inversiones cuando
expirara la concesión en 1904, había contratado a William N. Cromwell
para convencer al gobierno norteamericano de comprarles sus propiedades.
Cromwell no se limitó al cabildeo para el que fue contratado, sino que
inició un plan que denominó “americanización del canal”, por el cual
reuniría un grupo de notables empresarios de Wall Street que
sigilosamente comprarían las devaluadas acciones del “canal francés” y
las revenderían a su gobierno. Para ello, su bufete Sullivan &
Cromwell estaba en una posición privilegiada, ya que contaba con
clientes como el banquero J. P. Morgan, entre otros.
El 27 de
diciembre de 1899, Cromwell fundó la Panama Canal Company of America,
con 5,000 dólares de capital, emtiendo acciones por 5 millones, de la
que participaron empresarios como: J.P. Morgan, J. E. Simmons, Kahn,
Loeb & Co., Levi Morton, Charles Flint, I. Seligman (Díaz Espino,
2003).
Este grupo influyó en el prominente senador y líder
republicano Mark Hanna, quien actuó como vocero de la “causa panameña”.
Luego del asesinato del presidente McKinley, este grupo también
convenció al presidente Teodoro Roosevelt, haciendo partícipes del
negocio a Henry Taft, hermano del ministro de guerra y futuro presidente
William Taft, y al cuñado de Roosevelt, Douglas Robinson.
El
traspaso de la Compañía Nueva, de manos francesas a las yanquis, tardó
varios meses por la resistencia inicial de Hautin a renunciar por
completo a la empresa y vender a muy bajo precio. Sin embargo, la
adopción de la propuesta por Nicaragua en 1901, sirvió de acicate a los
accionistas franceses que sacaron de enmedio a Hautin, y nombraron
vocero a Maurice Bo, director del banco Credit Lyonnais, y éste a su vez
envió a Bunau Varilla para negociar con los norteamericanos.
El
negocio era redondo, se invirtieron 3.5 millones de dólares en las
acciones de la Compañía Nueva, que fueron compradas en lotes pequeños, y
se revenderían al gobierno norteamericano en 40 millones de dólares,
obteniendo los inversionistas norteamericanos utilidades por cada acción
por el orden del 1.233%.
Por supuesto, concretar el negociado
pasaba: primero, por convencer al gobierno y al Congreso de Estados
Unidos de optar por Panamá; segundo, firmar un tratado con Colombia que
autorizara a ese país para terminar la obra iniciada por los franceses.
En enero de 1902, el senador John Spooner a instancias de Roosevelt
presentó el proyecto de ley que autorizaba a su gobierno a negociar con
Panamá y que anulaba la precedente Ley Hepburn, que favorecía a
Niacaragua.
Ese año el esfuerzo se centró en negociar con Colombia
el tratado. Camino que estuvo lleno de dificultades, dada la actitud
patriótica del negocaciador José Vicente Concha, que objetó
reiteradamente aspectos leoninos del tratado propuestos por el
Secretario de Estado John Hay. Sin embargo, la presión norteamericana
pudo más, forzando al gobierno del Vicepresidente Marroquín a
desautorizar reiteradamente a su embajador, el cual finalmente renunció.
El camino quedó despejado para un acuerdo, firmado en enero de 1903 y
que llevó el nombre de Tratado Herrán – Hay.
Pero este tratado,
cayó como una bomba en Colombia, y Panamá por extensión. Mediante el
acuerdo se segregaba una zona de 5 kilómetros a cada lado del canal,
incluyendo ríos, lagos y los principales puertos, en la cual
Norteamérica tendría plena jurisdicción. El “canal francés” sólo
segregaba 200 metros a cada orilla sin menoscabo de la soberanía
nacional. Además la compensación económica que se proponía (10 millones
de abono y 250.000 dólares anuales) era evidentemente inferior a lo que
ya el estado colombiano recibía por los derechos del ferrocarril (250
mil dólares anuales) y otros tantos por uso de los puertos. Comparado
con el Salgar-Wyse, el Herrán-Hay era totalmente inconveniente.
Había otro escollo: el tratado contemplaba el pago de 40 millones de
dólares que Estados Unidos haría a la Compañía Nueva del Canal en
compensación, pero esto era completamente ilegal, pues estaba claramente
prohibido por la Constitución y por el propio Salgar-Wyse, que impedía a
esta empresa traspasar sus propiedades a un gobierno extranjero. El
Tratado Herrán – Hay nació, pues, condenado por la opinión pública
colombiana y panameña, especialmente por el menoscabo de la soberanía.
El gobierno de Marroquín tuvo ante el Herrán – Hay una actitud
incongruente: por un lado, había autorizado a su embajador a Tomás
Herrán a firmarlo; por otro, no puso empeño en defenderlo, especialmente
ante el Congreso, que fue convocado en junio de 1903 para ratificarlo.
Pero no era la soberanía lo que preocupaba al gobierno de Marroquín,
sino que se centró en tratar de recibir una tajada de los 40 millones
que recibirían los accionistas de la compañía del canal.
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