Han transcurrido 13 años desde que en América Latina y el Caribe, por
voluntad de los pueblos, se abriera un período de constitución de
gobiernos de izquierda y progresistas que, sin la existencia del campo
socialista de la Europa del Este como contrapeso pero con la presencia
activa y digna de Cuba, representan una condición de posibilidad para
construir o al menos alterar el orden destructivo del capital.
Pero esos gobiernos revolucionarios y progresistas, producto de la combinación de las resistencias al neoliberalismo y al colonialismo -antes y después de la fundación de las repúblicas-, se desarrollan en un escenario caracterizado por el permanente asedio, abierto y encubierto, de las fuerzas capitalistas lideradas por el imperio más implacable que la humanidad haya conocido en su historia de miles de años.
No hay día que transcurra para los pueblos y los gobiernos que están
protagonizando el tercer momento emancipador de América Latina y el
Caribe, sin que cientos de obstáculos aparezcan en su camino: unos,
complejos y numerosos por las grandes dificultades de desmontar más de
cinco siglos de orden del capital; otros, construidos por la creatividad
destructiva del imperio.
Las tareas son bastante grandes y difíciles. La transición se
muestra, de esta manera, compleja y larga; no hay día que pase sin que
la condición de posibilidad de avanzar hacia la emancipación no esté
acompañada de la condición de posibilidad de la reversión de los
procesos y la instalación de la contrarrevolución en sus peores formas.
A cada medida revolucionaria o de reforma social progresista que
toman los gobiernos de izquierda, la derecha le responde con otra para
frenar su materialización. Es la lucha permanente entre la vida y la
muerte. Entre la construcción de una sociedad de nuevo tipo o el
restablecimiento de los hilos ocultos de la dictadura del capital.
Desde 1999, cuando en Nuestra América se instala el gobierno bolivariano de Hugo Chávez, hasta la victoria de Fernando Lugo
en Paraguay en 2008, las formas del asedio contrarrevolucionario han
sido bastantes y todas comandadas por la Casa Blanca y la derecha
internacional.
Por bastante empleadas que fueron en la década de los 70, cuando las dictaduras de la “seguridad nacional” asesinaron, torturaron e hicieron desaparecer a miles de personas, la táctica de los golpes de estado ha sido de la más utilizada en lo que va del siglo XXI, con la adiciónno menos importante de mecanismos permanentes de subversión, entendida como la alteración sistemática del nuevo orden que se pretende edificar. Una parte de los medios de comunicación privados juegan un papel importante en el desarrollo de la subversión amplificando los conflictos, tomando algunos elementos de la realidad para construir la realidad que quieren mostrar. Es decir, es la estrategia del desgaste prolongado.
Contra Chávez se desarrollaron dos modalidades de golpe: la patronal y
la militar de nuevo tipo. En la primera se hizo uso del predominio de
las formas privadas de concentración de la propiedad y la producción
para desabastecer la provisión de alimentos y servicios y así generar un
ambiente de desconcierto y desesperación de los sectores más amplios de
la sociedad. En la segunda se utilizó a una parte de los destacamentos
especiales de hombres armados (militares y policías) del estado
capitalista para secuestrar al presidente legal y legítimamente
constituido por voluntad popular. La segunda modalidad se caracteriza, a
diferencia de la experiencia de las décadas de los 60 y 70, en que una
fracción de los militares hace el trabajo sucio, pero los civiles asumen
la dirección.
Esta segunda modalidad de golpe de estado de “nuevo tipo” ha sido desplegada contra Chávez y Manuel Zelaya
en 2002 y 2009 respectivamente. La primera fue derrotada por la rápida
reacción popular y por una correlación de fuerzas sociales internas
desfavorables a los golpistas. La segunda salió exitosa a pesar de la
inmediata reacción internacional liderada por los países del ALBA
(que no existía cuando se pretendió liquidar la revolución bolivariana)
y debido a la escasa cohesión social interna. Pero en ambos casos,
correspondió a los civiles (dirigentes empresariales o políticos) asumir
el mando: por no más de 48 horas en el caso de Venezuela (con Pedro
Carmona) y por varios meses en Honduras con RobertoMicheleti.
Pero a las dos modalidades empleadas contra Chávez y Zelaya, se añade
otra de aparente legalidad: el golpe de estado congresal, aunque una
combinada con la participación de militares y otra de sola concurrencia
parlamentaria. En el caso del presidente hondureño se emplearon ambas,
pues el general Vásquez encabezó el golpe pero la conducción del país
fue asumida por el presidente del Congreso Nacional. La variante de la
sola participación parlamentaria fue experimentada el pasado viernes (22
de junio) en Paraguay, cuando en menos de 48 horas diputados y
senadores abrieron y cerraron, respectivamente, un juicio político en el
que el acusado (Fernando Lugo) no tuvo tiempo ni para defenderse. De
ahí que fuera calificado como “Golpe parlamentario Express”. Aquí la
condena internacional salió de UNASUR, MERCOSUR y el ALBA. La OEA -brazo político de EE.UU.-acompañó el golpe con su silencio.
Pero siempre en la línea de los golpes de estado, la América Latina y
el Caribe del siglo XXI ha experimentado una cuarta modalidad: la del
golpe cívico-prefectural, por hacer referencia ala combinación de
fuerzas sociales conservadoras y autoridades subnacionales. Este es el
caso de Bolivia, donde en 2008 el presidente Evo Morales
enfrentó una arremetida ultraderechista focalizada en lo que se llamó
“la media luna”, integrada por los departamentos orientales de Pando,
Beni, Santa Cruz y Tarija. Se trataba de forzar el derrocamiento del
presidente y líder indígena por la vía de dividir el país en dos. La
ofensiva derechista fue derrotada, pero su ejemplo despertó la simpatía
de las clases dominantes asentadas en el estado de Zulia en Venezuela y
Guayaquil en Ecuador.
Pues bien, a los cuatro “nuevos tipos” de golpe de estado que la
derecha ha puesto en juego en el siglo XXI, hay que sumar otra: la del
amotinamiento policial. Todo empieza como protesta reivindicativa y va
tomando en horas la forma de proyecto político. Le ha correspondido al
presidente ecuatoriano Rafael Correa
experimentar en 2010 y su derrota solo fue posible por la actitud
valiente del jefe de estado y la rápida reacción de la mayor parte de la
ciudadanía, además del rechazo internacional de UNASUR y el ALBA, pero
también con el silencio de la OEA.
Si bien habrá que esperar a reunir los hechos y apreciar mejor el
desplazamiento de los actores, una situación más o menos parecida se ha
registrado ahora en Bolivia. Una protesta policial asentada en una
demanda sectorial tomó la forma de un amotinamiento violento y que horas
después se tradujo, a pesar de la convocatoria del gobierno al diálogo,
en la toma de instalaciones, el saqueo y quema de documentación, el
apedreamiento de dos Ministerios (de Gobierno y Justicia), la
advertencia de abrir los recintos penitenciarios y la amenaza de poner
fin al mandato del presidente Evo Morales.
La protesta policial se registra, casualidad o no, poco tiempo
después que se descubriera el fallido intento de la embajada de Estados
Unidos de trasladar armas, sin autorización alguna, del departamento del
Beni a Santa Cruz, y del cambio del mando policial que desactivó el
operativo estadounidense y en medio de la disputa por el ascenso a
generales.
La respuesta del gobierno ha sido “encapsular” el conflicto en lo
reivindicativo y solo algunas parcas declaraciones de las autoridades y
una reacción de los movimientos sociales a través de los medios de
comunicación, principalmente estatales, ha mostrado algunos componentes
de lo político. En Bolivia no se ha registrado una alteración
estructural del orden constitucional, pero que se construyó un escenario
de golpe de estado es innegable.
Más de cinco golpes de estado de “nuevo tipo” desde 2002 -de los que
dos han resultado exitosos-, muestran los grandes peligros que acechan a
los gobiernos de izquierda y progresistas de América Latina y el
Caribe. La transición no está llena de pétalos de rosa.
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