En
la mañana de ayer un juez de primera instancia de Brasilia suspendió la
asunción de Lula da Silva como jefe de Gabinete del gobierno de la presidenta
Dilma Rousseff. El nombre de ese portento de lucidez: Itagiba Catta Preta.
Al
anochecer de ayer otro juez hizo lo mismo. El nombre de ese monumento de
sensatez: Regina Formisano.
Vale
la pena apuntar esos nombres. Sus acciones de ayer hacen que, por primera y
única vez a lo largo de sus oscuras existencias, sean mencionados.
Itagiba,
el lúcido, argumenta que Dilma Rousseff nombra Lula como ministro con el
objetivo de protegerlo de otro juez de primera instancia –siempre ellos–
llamado Sergio Moro. Siendo ministro, solo el Supremo Tribunal Federal puede
procesar Lula y eventualmente ordenar su arresto.
Regina,
la sensata, fue más directa: dijo que, al poner a Lula en las manos de la Corte
Suprema del país, Dilma lo entrega a un colegiado que tiene siete de sus once
integrantes nombrados por Lula.
Resumiendo:
dos brillantes jueces de primera instancia informan al país entero, desde el
Olimpo de su sapiencia suprema, que no se puede confiar en el Supremo Tribunal
Federal.
Itagiba,
el ampuloso, participó, en la víspera de suspender el nombramiento de Lula, de
una manifestación golpista en Brasilia. Gritó, junto a otros alucinados, “Fuera
Dilma” y “Renuncia ya”.
Ayer,
luego de aparecer por primera vez en la prensa, aclaró: “Yo estaba en la marcha
como ciudadano, y no como juez: haber participado no me impide de ser
imparcial”.
Vamos
a otro juez de primera instancia, Sergio Moro. Se trata del responsable directo
por una formidable secuencia de abusos, por una fenomenal demostración de
arbitrariedad cuyo resultado más visible e inmediato es la convulsión política
que en los últimos dos días sacude a este pobre país.
Mencioné,
en un artículo anterior, que esa bizarra criatura padece de una enfermedad
bastante común entre magistrados brasileños, la hipertrofia aguda del ego.
Quien la padece se cree Dios. En algunos casos, llega a sentirse profesor de
Dios. Mucho me temo que Moro haya pasado a esa etapa.
Porque
de no ser por esa razón, no existe explicación alguna para sus actos. A ver:
aseguró, por meses, que Lula da Silva no era objeto de investigación de la
Operación Lavado Rápido, que se desarrolla bajo su responsabilidad directa. Era
mentira. Luego, de la noche a la mañana ordenó a la Policía Federal que Lula
fuese convocado para prestar declaraciones bajo “conducción coercitiva”. Esa
medida, que equivale a una detención temporaria, solo se aplica –al menos, así
dice la ley– cuando el convocado trata de escabullirse o se niega a comparecer.
Lula jamás se había negado a declarar, en las tres ocasiones anteriores que lo
convocaron.
Por
sus órdenes directas, el teléfono de Lula siguió pinchado luego de que él
hubiese comparecido para declarar y su casa y otras instalaciones frecuentadas
por él fuesen allanadas. Para culminar, cuando Lula fue nombrado ministro y el
caso salió de sus ávidas manos, Sergio Moro difundió a la prensa el contenido
de todas –todas– las grabaciones realizadas por la Policía Federal desde el día
19 de febrero.
¿Con
qué base jurídica? Ninguna. La ley que permite que se espíe comunicaciones
determina, clarito, que solamente las conversaciones con “valor jurídico”, o
sea que contribuyan para la elucidación de conductas eventualmente delictivas,
pueden ser divulgadas. Moro divulgó todo. Y más: divulgó las fotos del interior
de la casa de Lula, de su instituto, de la finca donde suele pasar fines de
semana. ¿Para qué? Para exponerlo a la saña de los adversarios.
Hay
más: la divulgación de una llamada de la presidenta a Lula. Atención para el
detalle: el teléfono pinchado era el de Lula, pero quien llamó fue Dilma
Rousseff. Lo que se violó ha sido la privacidad de la mandataria. Y más: esa
llamada ocurrió dos horas y 22 minutos después de Moro haber ordenado la
suspensión de las grabaciones. La Policía Federal argumenta que la falla ha
sido de la operadora Claro, que no desinstaló el espionaje. Aunque sea verdad,
¿cómo Sergio Moro difundió una conversación claramente obtenida después de sus
órdenes para suspender las grabaciones? La grabación fue pasada rapidito a la
Globo, uno de los epicentros de lo que está en marcha en Brasil, y que se llama
golpe.
No
es necesario mucho para constatar que se trata de un golpe jurídico-mediático,
con fuerte participación de sectores de la Policía Federal. Alguien dijo alguna
vez que no hay peor dictadura que la del judiciario: lo primero que se elimina
es la Justicia.
No
sorprende, para nada, que la gran prensa hegemónica esté a la cabeza del golpe.
Tampoco es sorpresa que la Federación de Industrias del Estado de San Pablo, la
Fiesp, esté alegremente involucrada: basta con recordar que, durante la más
reciente dictadura militar algunos de sus más altos dirigentes asistían a
secciones de tortura, para alegría de sus venas sádicas. No sorprende que la
oposición, incapaz de proponer alternativas a la crisis, se sume al golpe pero
en rol secundario.
Finalmente,
no sorprende la conducta sórdida del Congreso, que ostenta la peor –la más
desclasificada, la más descalificada– legislatura de los últimos 35 años.
Lo
que sorprende es que ninguna instancia de la Justicia sea capaz de impedir que
se cometan, impune y estúpidamente, semejante cantidad de arbitrariedades y
abusos. Que se viole con semejante tara todos los principios más elementales
del derecho.
Pobre país.
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