La delegación siria a Moscú partió
de Damasco la noche del sábado 7 de septiembre, tanto para enfrentar su destino
como para negociar. El presidente estadunidense Barack Obama y el presidente
ruso Vladimir Putin habían estado incubando su plan para evitar ataques
estadunidenses con misiles, y Walid Muallem, el extremadamente astuto ministro
sirio del Exterior, no tenía idea de lo que se trataba. Lejos de llevar
propuestas a Rusia, quería averiguar lo que sabía el canciller ruso Serguei
Lavrov... si es que sabía algo.
Era una situación muy extraña. Siria
no quería ser atacada por Estados Unidos luego del uso de gas sarín en Damasco
la noche del 21 de agosto, pero debía de tener claro que el régimen sirio,
blanco principal de los misiles crucero, había sido hecho a un lado. Rusia
tomaba las decisiones.
Muallem y su equipo –bien conocidos
en el mundo árabe y especialmente en Irán (y en los viejos tiempos en Londres,
Washington y París)– llegaron exhaustos al aeropuerto Sheremetyevo al amanecer
del domingo 8 de septiembre y se registraron, como siempre en Moscú, en el
Presidente, junto al río Moscova, hotel cavernoso y desangelado de la era
Brejnev. Su cita con Lavrov se fijó para el lunes en la cancillería rusa. Los
sirios, aún cansados del vuelo nocturno, llamaron a Damasco y observaron
programas de televisión de Washington vía satélite.
Era un momento de la historia de
Siria del que Muallem y sus colegas estaban más que conscientes. La política
exterior de su país –o tal vez la militar– era decidida por otros. Y así
ocurrió que el 9 de septiembre Muallem estaba sentado frente a Lavrov en la cancillería.
El ruso dijo sin rodeos a los sirios lo que pensaba: fue obvio desde el
principio que creía que Obama atacaría a Siria.
No era una buena noticia, en
especial porque Lavrov dejó en claro que la operación definitivamente
ocurriría. Hubo alguna discusión antes que Muallem expresara la posición de su
país: que si la verdadera razón de la agresión propuesta contra Siria eran las
armas químicas, entonces los medios diplomáticos no se habían agotado.
A los sirios les agrada Lavrov;
creen (no sé con qué pruebas) que escribe poesía en su tiempo libre, algo que
de modo natural atrae a un pueblo que a menudo aprende de memoria poemas árabes
desde antes de aprender a escribir. Es un buen amigo de los árabes, es un dicho
constante en Damasco. Queda a los lectores discernir si es verdad.
Escarbar como sabueso en busca de
detalles de la diplomacia ruso-siria –ya no se diga de la extraordinaria
relación militar– es como vagar por el laberinto del Minotauro. Un giro
equivocado puede poner en peligro al reportero, hacerlo perder una antigua
amistad, enfurecer a un contacto o irritar a un funcionario por un matiz de
significado perdido en la traducción.Así que mientras este corresponsal en
Damasco camina de puntitas entre las fuentes rusas y sirias, debe recordar los riesgos.
Esto es lo mejor que puedo hacer y tengo todos los motivos para creer que da en
el blanco. Es una historia que nos habla del futuro Estado sirio.
Sea como fuere, Lavrov puso fin a la
conversación diciendo a Muallem que iría de inmediato a ver al presidente Putin
en el Kremlin. Ya volveré, señaló en forma perentoria. Muallem insistió una vez
más en que la diplomacia no está agotada. Debía de tener la esperanza de no
equivocarse; después de todo, si estaba en un error, tal vez no habría un
aeropuerto en Damasco al que pudiera regresar.
Los sirios volvieron al hotel
Presidente para comer. En Washington, John Kerry cacareaba más amenazas: los
sirios deben entregar las armas químicas, tienen sólo una semana para presentar
un inventario. A las 5 de la tarde, Lavrov llamó a Muallem. Debían reunirse en
una hora: habría una conferencia de prensa.
Todo este tiempo Muallem había
insistido en que Siria quería firmar el tratado de prohibición de armas
químicas. Sin embargo, todo el mundo, incluidos los rusos, sabía que el arsenal
químico de Siria era su única defensa estratégica fuerte si el país enfrentaba
una guerra final con Israel. Aun así, Muallem no sabía lo que le aguardaba; ni
él ni sus colegas habían dormido en 36 horas.
Lavrov estaba preocupado por varias
razones. Si los estadunidenses atacaban Siria, destruirían el ejército de
Bashar Assad. Los islamitas podrían irrumpir en Damasco y las fuerzas rusas
–que tienen una base naval e infantes de marina en el puerto sirio de Tartús y
otras naves de guerra en el oriente del Mediterráneo– se verían forzadas a
reaccionar. Esa era, por lo menos, la versión rusa de los acontecimientos.
Lavrov reveló a Muallem el acuerdo
forjado por Putin: todas las armas químicas de Siria serían vigiladas, los
detalles se entregarían en unos días, todos los inventarios quedarían bajo
control internacional en el curso de un año. Y los rusos agradecerían que
Muallem tuviera la bondad de acceder, en una conferencia de prensa que se
realizaría esa tarde.
Muallem llamó a Damasco. Habló con
el gobierno y, por supuesto, con el presidente Bashar Assad. Éste accedió. Y
así, un exhausto y compungido Muallem apareció frente a las cámaras de la
televisión mundial –al parecer abrumado de cansancio– para decir sí (en
palabras de los rusos).
Siria quería salvar a su pueblo de
la agresión y puso toda su confianza en sus amigos rusos. Uno de sus
asistentes, Bouthaina Shaaban, también consejero de Assad, parecía igualmente
abrumado.
Más tarde, Muallem dijo a Lavrov que
el acuerdo obtenido con Siria era el arma número uno de su país. Y Lavrov
respondió: Su mejor arma somos nosotros.
Y eso fue todo. Moscú se había convertido en el disuasor estratégico de
Siria. El Kremlin manda.
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