Juan Jované
La economía panameña
sufre de lo que, siguiendo a Fernando Fajzylber, podríamos llamar el síndrome
del casillero vacío, destacando que pese a la alta velocidad del crecimiento
económico, es prácticamente nulo lo que se ha avanzado en términos de equidad.
Es así que el nivel de concentración del ingreso en Panamá, medido por el
índice de Gini, fue superior en 2011 (0.531) que en 2005 (0.529).
Entre las características estructurales del
actual estilo de desarrollo que producen las carencias de
equidad está su incapacidad de generar empleo decente para todos y todas. Es
así que, de acuerdo con datos oficiales, si a los desocupados se les suman
aquellos ocupados que se encuentran en condiciones de vulnerabilidad, se
concluye que para marzo de 2012 cerca del 36.4% de la población económicamente
activa mostraba condiciones de precariedad. Así mismo, las estadísticas de
CEPAL muestran que para 2011, el 31.5% de la población laboral urbana se
encontraba en actividades de baja productividad, situación que es peor en el
sector agropecuario, habida cuenta de que produce cerca del 2.9% del PIB,
utilizando cerca del 17.0% de la población ocupada.
Se equivocan
quienes piensan, basados en la llamada teoría del rebalse, que la carencia de
equidad se resuelve con la simple continuidad lineal del actual estilo de
acumulación y crecimiento. Para lograr la equidad hace falta una política que
modifique el actual patrón de crecimiento, con el fin de que una porción creciente
de la población adquiera un empleo decente, es decir, una ocupación productiva
que le permita participar plenamente en los beneficios del progreso técnico.
Para este fin se hace indispensable
completar y balancear la estructura de la economía panameña, habida cuenta de
que el desarrollo exclusivo de los servicios no resuelve el problema del empleo
decente. Esto significa, entre otras cosas, promover tanto la producción del
sector agropecuario como implementar una política guiada hacia una nueva
industrialización, entendida esta como un elemento básico en el proceso de
generación, incorporación y difusión del progreso científico-técnico y del
empleo decente. Desde la perspectiva de la política de industrialización se
pueden destacar varios elementos claves de la misma.
Esta, en primer lugar, debe basarse
en la consolidación de un núcleo de innovación endógeno, creativo, dinámico,
capaz de atender los requerimientos de la equidad, comprometido; además, con la
sostenibilidad ambiental y la consolidación de la soberanía nacional. Para este
fin es de fundamental importancia la construcción de un efectivo sistema
nacional de progreso científico-tecnológico, en la forma de una red en la que
colaboren los organismos estatales, privados y de los trabajadores vinculados
con la producción, regulación, protección del medio ambiente, la investigación
y formación de recursos humanos. Las universidades públicas deben jugar un
papel central en esto.
Desde el punto de
vista del sector público, este deberá procurar las condiciones de promoción y
protección del proyecto de nueva industrialización, en un contexto en el que
esta protección favorece los necesarios procesos de aprendizaje para la
productividad, pero evita el llamado “proteccionismo frívolo”. El sector
público juega, además, un papel central en el financiamiento y promoción de los
elementos que constituyen el núcleo dinámico endógeno, a la vez que asegura una
base social amplia para el proyecto, haciendo cumplir las leyes sociales y
apoyando a la pequeña y mediana empresa.
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