Con la reciente
rebelión de gendarmes y prefectos, si una cosa quedó clara es que todo discurso
democrático pierde sentido y credibilidad cuando no se corresponde con un
comportamiento democrático a la par.
Días después, y cuando se observa un
desplazamiento de la política hacia el terreno judicial, cabe concluir que el
golpismo en la Argentina existe y cambia de formas. Y ha de ser por eso, porque
está vivo y actuante, que cada vez que ante manifestaciones de este tipo
algunos salimos a decir que hay peligro de golpe, se nos acusa de exagerados o
de agitar fantasmas.
Se discute entonces al emisor del
mensaje pero no el mensaje. Y, argentinamente, se paraliza y deforma el debate.
Esto sucede, además, en
circunstancias como las actuales, en las que la oposición política cede
protagonismo a los medios y no sólo deteriora así su propia representatividad
sino que autoriza, aunque no lo quiera, el aventurerismo y el maximalismo de
sectores muy retardatarios por derecha y también por izquierda.
Así, el enfrentamiento con el
Gobierno no se enmarca en construcción política alguna, propositiva y pacífica
con vistas a ser alternativa en 2013 y 2015. Al contrario: lo que hay son
expresiones heterodoxas, que incluyen griterío y provocación, funcionales a
intereses empresarios y a nostálgicos de la dictadura.
De tal modo parece surgir una
oposición que no es tal. Las protestas y acusaciones inorgánicas debilitan aún
más a los ya desdibujados partidos políticos, a la vez que exaltan el rol de
algunos comunicadores expertos en efectismo y espectáculo, y en muchos casos de
dudosa moralidad.
Esa heterodoxia e inorganicidad
conlleva, en esencia, valores destituyentes, porque esmerilan las bases de la
democracia con discursos inflamados de fervor antipolítico y desprecio por las
formas de la democracia (que en esencia es un conjunto de formas a respetar),
con lo que impiden o eluden debates y subrayan solamente una supuesta,
inexistente ingobernabilidad.
Es un hecho, y lamentable, que mucha
gente cree que cree lo que los medios y sus periodistas todo terreno les hacen
creer que creen o que deben creer. Así de sencillo y retorcido es el asunto.
Y sucede que con esos ciudadanos,
muchos de los cuales pertenecen a las clases medias y medias bajas, no hay que
enojarse ni hostigarlos, por más que sean muchos de ellos los que más hostigan.
Hay que tratarlos con extrema paciencia y tolerancia, porque aunque no vayan a
cambiar es necesario serenarlos para que no se salgan de los carriles
democráticos.
Ellos son las verdaderas víctimas de
la impresionante manipulación informativa que impera hoy en la Argentina
–basada en el arte de titular con lo que no sucede como si fuera inminente que
sucederá– y con la cual se inoculan un odio y un resentimiento absurdos. Y
desde ya que no es imposible vivir en una sociedad partida al medio mientras se
cumplan las reglas de la democracia, pero de todos modos es complejo, arduo y
peligroso.
Y es que el odio es un sentimiento
inferior, innoble, que degrada más al que odia que al odiado. Desprovisto de
ética alguna aunque el odiador se autoconvenza de que su odio deviene de
razones morales, odiar imposibilita todo diálogo y acuerdo. Anula acercamientos
porque ensancha abismos. Y deviene enfermedad, patología que bien puede ser
colectiva.
Además es un hecho que todo gobierno
es cuestionable por errores, omisiones y en algunos casos abiertas comisiones
como algunas que bueno sería que en el presente se investigaran y sancionaran.
Pero también es un hecho cierto que los cambios que la democracia ha traído a
este país son cada vez más profundos, igualitarios y modernizadores. Razones
éstas por las cuales los odiadores se enfurecen, gritan, desprecian y se
cierran a todo análisis, comprensión y diálogo. Porque no soportan la
democracia. No es que no la quieren; es que no la toleran, les resulta tóxica.
Desde ya, está claro que el odio y
la negatividad generalizados no son patrimonio exclusivo de quienes no apoyan
al Gobierno. También hay blogs y expresiones kirchneristas que agitan las
aguas, en la idea de que quienes no acuerdan con el Gobierno son golpistas o
“enemigos”, y a veces en tonos tan belicosos como los del sistema
multimediático. Eso no es bueno, y debieran tomar nota de ello los que sostienen,
o dicen sostener, al Gobierno.
El odio y el resentimiento, como el
golpismo, la desestabilización y el ánimo destituyente existen, pues, y se
activan cada tanto en la Argentina. Guste o no a algunos lectores, denunciarlo
a propósito de escarceos como el reciente de gendarmes y prefectos, es un
imperativo democrático.
Y acaso también pretende ser una
suave docencia para que los disconformes, los de veras afectados y los
opositores de todo calibre puedan expresar sus ideas en forma pacífica,
exponiendo razones y proyectos en lugar de alaridos y provocaciones. Y se
sometan así a la suprema voluntad de la Constitución y las leyes. Y a su
estricto cumplimiento. Como debe hacerlo la ciudadanía toda.
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